Durante un tiempo de mi infancia, en la habitación donde dormía junto a mi madre, se practicaban legrados clandestinos. En aquella época, el aborto era ilegal en mi país y el Dr. Castro enseñó a mi madre a practicar abortos a mujeres a las que el Estado no retenía. Mujeres adultas que no podían seguir adelante con sus embarazos, quizás porque ya no querían tener hijos con sus maridos. Ella las recibía con cautela en la casa, transformando la habitación en un cuarto de intervención y pidiéndome que me asegurara de que nadie llamara a la puerta de la calle.

Otras veces, las mujeres venían para que mamá les leyera las cartas, el cigarrillo, la clara de huevo y la borra de chocolate. A través de su lectura, les hacía creer que lo que iba a ocurrir era posible y que debían confiar en las imágenes que se le revelaban sobre su futuro.

Años más tarde, animado por mi madre, en esa misma habitación empecé a ensayar mis primeras obras de teatro y a construir los personajes que me dieron identidad en mi infancia y juventud.

Hasta su muerte todas estas cosas que hoy afirmo estuvieron veladas en mi memoria. Eran fragmentos dispersos de mi propia historia. A partir de esta investigación performativa, esos fragmentos empezaron a nacer, a dar a luz a la creación de esta obra.